Los Machado y el mar

En ocasiones nace gente estúpida. A veces, esa gente llega a la vida adulta e imparte clases de literatura. La mayor estupidez que se ha dicho en el aula sobre Antonio Machado —“no lo leas, es un rojo”— sólo la iguala otra sobre su hermano Manuel —“no lo leas, que es un facha”.

Exigir que ambos se lean en los colegios no es equidistancia, sino estar a favor de la poesía. Este mundo es muy grande, la vida es muy corta y no vamos a permitirnos el morir sin leer a los grandes, aun cuando sean hermanos.  ¡Con qué facilidad se etiqueta y descarta a artistas por sus ideas políticas! No nos vamos a engañar, todos lo hacemos.

Eso sí, reconozco que a mí me pasa —en realidad yo no lo hago, me sobreviene, contra el sentido común— cuando no conozco bien la obra o cuando ésta no me acaba de convencer y, antes de hacer una crítica estética, me pierdo en los bajos instintos de la política. Pero cuando un poema excelso arrasa como un tsunami al lector, da igual el color del poeta, da igual el carné: lo importante es el arte.

Me importa poco el debate sobre etiquetas ahora mismo y tampoco se pretende hacer aquí un juicio estético sobre estos dos poetas. Soy entusiasta de estos dos hermanos, políticamente antagónicos, aunque más antagónicos en nuestro imaginario que en la realidad, y hoy quiero hablar de una feliz coincidencia.

El consuelo de Antonio Machado

Antonio Machado escribió el siguiente poema en Campos de Castilla (CXIX, 24):

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería

Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.

Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.

Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar

Todos debiéramos saber quién fue arrancada, quién fue “lo que más quería”. Leonor, la joven, jovencísima mujer de Machado, que murió joven también. “Cuando perdí a mi mujer, le dice a Juan Ramón Jiménez, pensé pegarme un tiro. El éxito del libro me salvó, y no por vanidad ¡bien lo sabe Dios!, sino porque pensé, que si habría en mí una fuerza útil no tenía derecho a aniquilarla.”

La poesía le salvó la vida a Machado porque creía que era una “fuerza útil”, incluso en esas circunstancias tan terribles. Seguramente, la poesía in morte de Leonor se fraguó en ese estar solo, corazón, frente al mar. A veces le hizo las veces de mar las llanuras yermas de Castilla, pero el uso fue el mismo. Ese gesto de desbordarse frente al mar ha despertado muchísimas nostalgias. Uno, cuando mira a la mar —en femenino la llaman sus amantes, poetas y pescadores—, puede ver al cielo caer sobre la tierra, o al océano alzarse al firmamento. Como dicen los santos, parece que allí se junten dos líneas rectas en el horizonte. Tal vez mirando al mar estemos más cerca de lo divino, o lo divino más cerca de nosotros. El corazón se pone frente al mar, desembocadura de todas las lágrimas.

El consuelo de Manuel Machado

Su hermano, Manuel Machado, nos dejó esta perla en su libro Alma, llamada “Ocaso”:

Era un suspiro lánguido y sonoro
la voz del mar aquella tarde… El día,
no queriendo morir, con garras de oro
de los acantilados se prendía.

Pero su seno el mar alzó potente,
y el sol, al fin, como en soberbio lecho,
hundió en las olas la dorada frente,
en una brasa cárdena deshecho.

Para mi pobre cuerpo dolorido,
para mi triste alma lacerada,
para mi yerto corazón herido,

para mi amarga vida fatigada…
¡el mar amado, el mar apetecido,
el mar, el mar y no pensar en nada!…

Este soberbio soneto viene a explicar el misterio del mar, el hechizo que supone para el melancólico. Manuel habla de lo mismo: está su alma lacerada, como la de Antonio cuando perdió a Leonor. Y es un ocaso en el mar la imagen sugerente que le recuerda a sí mismo. El sol ardiente y quejoso, parece que se hunda en el mar, bajando hasta apagarse, tras las olas. Como el corazón del poeta, ígneo y dolorido, como el alma al rojo vivo, tras tanta pasión insatisfecha, tras tanto amor sin destinatario. El sol se apaga, se alivia bajo el agua. “El mar, el mar, y no pensar en nada”, toda la queja termina ahí, en los océanos.

En el horizonte, mar y cielo

Los Machado evitaron lanzarse con un peso a las aguas, por mucho dolor que cargasen consigo; y lanzaron sólo el peso: el clamar de sus corazones. Es esta una repetición propia de los poetas cuando escriben. Puesto que el dolor es infinito, se renueva y el mar es lo más infinito que tenemos a mano, es lo más parecido a una fuente infinita de alivio, aunque el mar sólo sea eso: una masa finita de agua. Volvían a ella, empero, los Machado; a saciar su sed, a desahogarse, a llorar versos, a hundir la brasa de su interior en el mar, que ya volvería a encenderse.

No es el mar el instrumento clave de un nuevo castigo de Sísifo, no olvidemos que el mar se acaba donde empieza el cielo. Decía Antonio Machado a Miguel de Unamuno:

La muerte de mi mujer dejó mi espíritu desgarrado. Mi mujer era una criatura angelical segada por la muerte cruelmente. Yo tenía adoración por ella; pero sobre el amor está la piedad. Yo hubiera preferido mil veces morirme a verla morir, hubiera dado mil vidas por la suya. No creo que haya nada extraordinario en este sentimiento mío. Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muere. Tal vez por esto viniera Dios al mundo. Pensando en esto me consuelo algo. Tengo a veces esperanza. Una fe negativa es también absurda. Sin embargo, el golpe fue terrible y no creo haberme repuesto… En fin, hoy vive en mí más que nunca y algunas veces creo que la he de recobrar. Paciencia y humildad. (Citado en Rafael Ferreres, autor del Prólogo de Campos de Castilla, Taurus, Madrid: 1976)

Jaime A. Perez Laporta

Graduado en Humanidades por la UPF, profesor y poeta de la derrota. Redactor en este gran proyecto de EsPoesia. La literatura es fundamental para decir lo mismo, pero mejor