Wheatfield with Crows, Vincent Van Gogh, 1890.

Entre trigales un lienzo en blanco, vestigios de tierra blanquecina en las botas raídas por el paso del tiempo y una paleta de colores cálidos y fríos. Campo de trigo, paisaje amarillo, cielo azul, como sus ojos, de tormenta inminente, vereda a ninguna parte y cuervos negros que graznan y revolotean en círculos presagiando un mal augurio. Así fue el ocaso de la vida de Vincent Van Gogh; en los meandros tormentosos de la vida, el pintor hizo frente a sus peores detractores, a sus más temidas pesadillas. Los fantasmas de su amargura jamás dejaron de perseguirlo. Pero Vincent jamás fue un demente. Demasiado sufrió por su cordura. Trató de liberar a quienes lo creyeron enfermo.




¿Qué se siente cuando te señalan como la oveja negra de la familia? ¿Cuál es la reacción de un chico joven cuando escucha a su madre decirle que es la vergüenza de la familia? Vincent era distinto a sus hermanos. Era aventurero y valiente. Soñador y apasionado. Era osado, pero educado. Distinto a sus hermanos. Quizá explique, de algún modo, que antes de Vincent –el mayor de sus hermanos– el matrimonio Van Gogh ya tuvo un hijo que, precisamente, se llamaba igual. Pero este falleció a los pocos días de vida y decidieron llamar por el mismo nombre al que se convertiría en uno de los mayores pintores de la historia. La madre de Van Gogh, Anna Cornelia Carbentus, parece que quedó afectada por la muerte de su primerizo Vincent y rechazó por añadidura al que llevó por herencia su mismo nombre: Vincent Willem Van Gogh, nuestro hombre.

La naturaleza es bella, afirmó. Vorágines en el firmamento desfiguran lo mundano para mostrar lo eternamente bello, centinelas en cipreses aguardan el día del juicio final, campos dorados a la luz del alba, ropa harapienta como muestra de un pasado colmado de suplicios. Efímeros paisajes de su inmortal existencia. El brillo de las estrellas siempre me hace soñar, decía. Van Gogh es el romántico por excelencia.

Undergrowth, Vincent Van Gogh, 1889.

La obra magnánima de Van Gogh es incomprensible si se omiten los pilares de su vida: su hermano Theo y su obra, reflejo de su andadura terrenal. Theo sustentó económicamente a Vincent a lo largo de su vida. Le pagaba material, estancias en hostales y los cuidados médicos que más adelante le trataron. Pero Theo deslumbró en la vida del pintor por el gran amor y aprecio que sentía por él. Theo vislumbró con excelsa claridad el talento innato de su hermano. Estuvo a su lado en los momentos de mayor fragilidad, en las caídas y recaídas, en los internamientos en el sanatorio, cuando fue herido de bala, cuando quedó sin una parte del oído. Theo, más que un mecenas, fue un hermano.




Mucho se ha hablado de la muerte del pintor. Y hasta hace poco nadie dudaba que la causa de la misma fuera el suicidio, pero ¿y si no fuera así? ¿y si cuanto hemos escuchado no se ajusta a la realidad? Steven Naifeh y Gregory White Smith –quienes se llevaron un Pulitzer por su obra sobre Jackson Pollock– entre otros, llegaron a la conclusión de que, muy probablemente, Vincent Van Gogh no se suicidó. ¿Qué pasó entonces? Ambos escritores aseguran que un grupo de jóvenes jugaban con un revólver cerca del lugar en el que se encontraba el pintor. Los chicos tuvieron la insensatez de manipular el arma sin seguro, y la mala fortuna de que esta se disparó. Si Vincent quisiera suicidarse, ¿por qué no disparar a la cabeza en lugar del costado? ¿qué razones explican que no se encontrara el arma ni el material de pintura del momento? Si Vincent quería morir, ¿por qué volvió al pueblo en busca de ayuda, en busca de un médico?




Cuando Van Gogh llegó al pueblo, manchado de sangre e implorando ayuda, les dijo a quienes se acercaron a él: no acuséis a nadie. Ha sido un accidente. Cuando le preguntaron si tenía un arma respondió: no. Jamás. Era imposible saber qué había sucedido: no lo sé. No lo recuerdo. Ante este conglomerado de sucesos nada esclarecedores, Naifeh y White Smith concluyeron –al menos de forma parcial, pues no podían demostrarlo con hechos– que Vincent no dudó en encubrir a aquellos chicos. Jamás los delató. Y jamás dio una versión creíble sobre lo que pasó aquel día de 1890.

Shoes, Vincent Van Gogh, 1886.

Las pinturas dejan de ser colores sobre fondo blanco que exponen un paisaje; del pincel de Vincent las pinturas revelan un desgarro en un alma rota, un continuo abatimiento causado por una inefable incomprensión de su clarividencia en el arte de la pintura. Quiero pintar lo que siento y sentir lo que pinto. Pero la brisa sigue meciendo el trigo y las espigas y el temporal ya está cerca. Los cuervos huyen o se acercan. Las botas desgastadas, más por las criticas de sus coetáneos que por el uso, remueven la tierra pronunciando un crujido acogedor.




Vincent, que tuvo una vida de extremos sufridos alternativamente, de plenitud y soledad, de albas y ocasos, de campos de trigo soleados y de noches estrelladas, jamás dejó un lienzo sin pintar. El mundo lamentará que nos haya sido arrebatado tan pronto, dijo Theo a la muerte de su hermano. Theo falleció un año más tarde; no fue capaz de soportar la muerte de su hermano amado –y su familia permaneció indiferente a la muerte del pintor– y enfermó. Hoy yacen juntos en el cementerio de Auvers-sur-Oise. Vincent jamás dudó de su propio talento. Pinto para personas que todavía no han nacido. En vida, Vincent, vendió un cuadro. Hoy su obra es mundialmente conocida y de valor incalculable.

Los resto de Vincent y Theo Van Gogh yacen juntos en el cementerio de Auvers-sur-Oise, Francia.

«Y cuando no quedaba más esperanza en aquella noche estrellada, te fue arrebatada la vida, como les sucede a todos los amantes; no era este un mundo para alguien tan bello como tú» – Vincent, Don McLean.

Yo soy mi obra – Vincent Van Gogh.

Self-Portrait with Grey Felt Hat, Vincent Van Gogh, 1887.

Toni Gallemí

Colaboro con EsPoesía y Think Tank Civismo. También escribo en mi blog personal «Aurea Mediocritas». Escribo con mis virtudes y defectos. «Bebed porque sois felices, mas nunca porque seáis desgraciados».