Te recuerdo callando entre mujeres
mientras tu Juan, ya huésped de la caja,
aguardaba los puentes de la tierra.
Yo no le quise ver porque me daba miedo.
No porque de la muerte me estremezca
ni un muerto me dé espanto,
sino porque era Juan con su calva y su frente
y con sus labios gordos y sus manos helándose.
Entonces me dio miedo de estar en Valdepeñas,
de haber llegado en tren por la mañana
y haber bebido vino antes de verte.
Porque tú estabas, blanca, en una silla
sin pronunciar un verbo
y con un gesto de no importante nada
ni yo, ni el tren, ni Valdepeñas,
ni tu hermana, ni el cura, ni los salmos,
ni el maestro que viene y te saluda.
Apenas si sabias dónde estabas,
si en tu casa, en la iglesia con las monjas,
o en el Ayuntamiento pronunciando
un discurso pidiendo que arreglen una calle.
Transitaba la gente por la alcoba,
y tú, entonces, pensabas
en que aquél lleva sucia la camisa,
en hilo azul para zurcirla, en niños
que ven un aeroplano, en Juan corriendo,
en reparar el mueble de las mantas,
en sentarte en el suelo para morir de prisa.
Cerca estaba tu hijo
y hacían fuerza para alzarle algunos.