El otro día llegó a mis oídos que una compañera del colegio, una de las más brillantes, dejó su puesto en una editorial porque decía que solo publicaban basura comercial, y que se olvidaba a los grandes. Está claro que leer es sano, ortográfica y gramáticamente sano, pero nos arriesgamos a leer como si tomáramos complejos vitamínicos, fáciles y rápidos de tomar, de leer. Nadie se preocupa de la calidad estética de las lecturas. Nadie se preocupa de la calidad de nada, en realidad. Y es que la lectura no es un proceso fácil, no debiera serlo. No basta con aprender ortografía, es necesario un choque frontal, una experiencia poderosa, es necesario eso que llamamos arte.
Tengo una cantidad obscena de libros en mi casa. Empiezo una cantidad obscena de libros al año, pero no se acerca ni al 10 por ciento de la cantidad obscena anterior. Dejo, obscenamente, sin terminar la mayoría, como si fuera un glotón compulsivo que ha empezado demasiados manjares, y no ha acabado ninguno. Creo, además, que escribir lo que ahora mismo estoy escribiendo debería ser delito. “Que otros se jacten de lo que han escrito, yo me enorgullezco de lo que he leído”, reza la famosa cita de Borges. Ante una frase semejante, no cabe otra decisión que la de no escribir nada; al menos, antes de leer lo suficiente. Está claro que nadie llegará a escribir como Borges, si no lee como leyó él.
Bien, pongamos que la calidad de las lecturas ha de mejorar, que no basta con leer un libro gordo de 1000 páginas. Pongamos que todos aceptan que la buena literatura es mejor que la placentera –cuidado, el adjetivo de “buena” no va reñido con el placer, nos lo explicó Lope en su Arte Nuevo: incluye otras muchas cosas. Aun así, la tarea de ser un buen lector parece imposible. Y creo que es tremendamente más difícil ser un buen lector que ser un buen escritor y, a la vez, de ser un buen lector depende, en parte, el ser un buen escritor.
Analicemos, por tanto, cuáles son las pegas principales a la hora de convertirnos en buenos lectores.
Lo primero: a todo el mundo le gusta hablar de su libro. A todo el mundo le seduce más hablar de sí mismo que escuchar a otro. Somos autorreferenciales por naturaleza. Por eso yo mismo no he resistido a la tentación de escribir este artículo, aun cuando tengo montones de libros por terminar en mi escritorio. Es un problema de humildad. Y Sta. Teresa, gran poeta, lo dejó bien claro, “la humildad es la verdad”. O sea, puede que sea verdad que es mejor escuchar al otro y ser lector.
Lo segundo: leer mil páginas es un infierno en la época de las pantallas, táctiles y seductoras. A nadie le van a engañar, la estimulación o el placer que se sienten viendo una película o jugando a un videojuego son más inmediatas y más sensualmente gratificantes. Leer, terminar, cerrar un libro, es una epopeya cuando tienes quehaceres, trabajo infinito y, además, la alternativa para descansar es mucho más atractiva y gratificante. No en vano, el escritor Gregorio Luri se ha encomendado a Nuestra Señora de la Lectura Lenta. No existe esa advocación mariana, pero está claro que debería existir, “en mi opinión, dice Luri, la riquísima iconografía de María leyendo nos ofrece un mensaje que eleva la lectura a la dignidad del sacramento.”
Lo tercero: el problema de la buena literatura es que no deja indiferente, para bien o para mal, es el puñetazo en el cráneo del que hablaba Kafka. La lectura de Molloy, de Beckett, me amargó un poco la vida. Estuve varios días más sombrío de lo habitual. Me pesaba la atmósfera como a los existencialistas, la comida me sabía sosa como a los Piratas malditos del Caribe, dormí mal durante un mes como suelen dormir tantos adultos. No sólo es difícil escuchar a otro, sino que es más difícil cuando te quiere cambiar la vida –para mal, sobre todo— y sumad a eso el esfuerzo físico que cuesta leer páginas cerca de tantas pantallas, de tantas alternativas más atractivas; a ver quién escoge leer a Faulkner y que se le rompa el corazón. Por otro lado, yo no me arrepiento, entiendo que haya gente que no quiera intentarlo, pero volveré a Beckett siempre que se me presente la ocasión.
Lo último: la lectura es un paso hacia la muerte. Sí, no es una hipérbole. Cada segundo que pasas leyendo es un segundo menos que pasas haciendo otras cosas, entre ellas, escribir. Todo escritor que se precie ha perdido tiempo leyendo; y cuántos se han quedado en lectores. Puede suceder, existe ese miedo puro y fecundo, que con cada libro leído uno se aleje de la vocación de escritor. O por disfrutar demasiado de la literatura leída, o por convencerse, lectura a lectura, que uno jamás será digno de escribir algo semejante. Más cerca de la última página, más cerca del final, más cerca de la resolución del conflicto. Más prisa por leer. “Muero porque no muero”, rezaba con su poesía Santa Teresa, pues esta ansiedad que yo tengo, y que espero que muchos compartáis, se queda en la lectura. Muero porque no leo, y leyendo os dejo.
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