Elogio de la sombra

Artículo escrito por Carlos Pérez Laporta, colaborador de EsPoesía en Alemania

Alemania, decía Heine, es un país tan prolífico en ideas como El dorado lo era en piedras preciosas; por ello no sorprende encontrarlas en manos de cualquiera. Para este poeta su tierra es El dorado espiritual. Incluso los niños alemanes juegan con los productos de la razón, como los infantes de aquel país de fantasía jugaban con los rubíes ante la mirada atónita de Cándido.

Mi sorpresa no fue menor en una clase de filosofía de un instituto alemán, durante la lectura del mito de la caverna de Platón: aquellos quinceañeros hacían verdaderas acrobacias con el texto, encontrando conexiones aquí y allá con el Fausto de Goethe o con el prólogo del Evangelio de Juan (¡textos que habían leído!). La idea que más me cautivó, aunque no fuera la más erudita, fue la sugerida por una zagala que no llegaba a los dieciséis. Ante la pregunta del profesor por las imágenes que utilizaba el filósofo griego, la chica empezó con una a la que el profesor no había reservado espacio en el esquema –el otro superávit lugareño– dibujado en la pizarra: die Dunkelheit! (¡la oscuridad!). El profesor titubeó. ¿Cómo llegó esa chica a apuntar una imagen sin forma? ¿Acaso había leído a Heidegger, y se había limitado a juguetear con las ideas sobre la verdad en Platón?

No había vuelto a pensar en ello hasta ahora, que el otoño alemán ha comenzado a devorar desaforadamente el día. No creo que aquella niña leyese a Heidegger. Ella vio la oscuridad, porque la oscuridad se vive en Alemania. En nuestro día español, las noches quedan constreñidas a ese espacio de inconciencia que llamamos sueño. Pero la sombra nocturna en Alemania es tiempo productivo; de hecho es el origen de la superproducción del pensamiento. Tanto es así que los filósofos de otros lugares imitaban su noche alemana para hacer florecer el raciocinio: Descartes se encerró en un cuartucho a la luz de una vela para escribir sus Meditaciones metafísicas; Hobbes experimentaba con sus alumnos, haciéndoles describir objetos en la oscuridad valiéndose del tacto, constatando mayor precisión que cuando lo hacían por medio de la visión a plena luz.

Ya «Demócrito de Abdera –nos recuerda un invidente Borges– se arrancó los ojos para pensar». Porque cuando el mundo se apaga ante nosotros, el instinto decae: «el animal ha muerto o casi ha muerto». En la noche, la realidad queda reducida a las cuatro paredes de la habitación en las que a tientas podemos orientarnos; lo mismo que Buenos Aires es ya solo esos pocos barrios en los que el poeta no podría perderse, ni siquiera cegado.

Por eso los griegos, primero, y la tradición cristiana después, vieron en la noche el momento oportuno para examinarse a uno mismo.

La sombra deja a los amigos sin rostro, a los libros sin letras. ¿Qué nos queda? «Quedan el hombre y su alma». Frente a ese vacío generado por la sombra, el yo emerge haciéndose notar, no por uno u otro sentido, sino por todos a la vez. La sombra los hiere a todos al vaciarlos de mundo; el negativo de la nostalgia del poeta perfila su alma: «Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte, / convergen los caminos que me han traído / a mi secreto centro. / Esos caminos fueron ecos y pasos, / mujeres, hombres, agonías, resurrecciones, /…. Ahora puedo olvidarlas.». Este centro no se esclarece durante el día, porque siempre en la «vida fueron demasiadas las cosas». Pero sin ellas se duele, y por el dolor se siente y se piensa el hombre. La noche le refleja, como lo hará la oscuridad mortal: «Llego a mi centro, / a mi álgebra y mi clave, / a mi espejo. / Pronto sabré quién soy».

Por eso los griegos, primero, y la tradición cristiana después, vieron en la noche el momento oportuno para examinarse a uno mismo. Por eso, el hombre de la caverna de Platón se alza melancólico entre las sombras. Por eso el giro copernicano de la filosofía moderna tuvo que nacer y desarrollarse en un exceso de nocturnidad. El tiempo fue el Demócrito de Borges; la noche, el nuestro. Por eso, la vejez y el crepúsculo «puede ser el tiempo de nuestra dicha», que no atemoriza porque «es una dulzura, un regreso», y «se parece a la eternidad». Encomiemos nuestras noches con el pensamiento, olvidando un instante el mundo, saber quiénes somos.

Jaime A. Perez Laporta

Graduado en Humanidades por la UPF, profesor y poeta de la derrota. Redactor en este gran proyecto de EsPoesia. La literatura es fundamental para decir lo mismo, pero mejor